Carta para quienes transitan una enfermedad

14055164_10210138620650901_7027867564839647832_nA ti…

¿Cómo sobreponerse al dolor y a la incertidumbre del mañana? Si tan sólo tu cuerpo sopesara la afluencia de bienestar que significa estar vivo. Cuánta ignorancia existe en una vida saludable si no surge de ella el aprendizaje de lo imperecedero. Si pudiéramos quitarle al peso del tiempo la carga de nuestra salud sólo redundaría el paso por esta cansada vida en un diagnóstico fugaz de nuestras propias decepciones. Si por un momento lográsemos la quietud de cada instante y midiéramos con exactitud las expectativas de vida, sabríamos que el tiempo reside únicamente en sensaciones, actitudes, y estados de ánimo que equivalen a unos cuantos momentos duros y cuestionables que nos pueden derrumbar en un solo paso.

Por ello, cuando llega la enfermedad sigilosamente o abruptamente, nos desencontramos y pensamos que un enemigo oculto viene a destruir nuestro cuerpo y nuestras ganas de vivir, más no reconocemos que nos falta madurez para entender los motivos de esa causa.

En ese íntimo tránsito en que la sensación de no tener control nos embarga en un despertar inminente hacia nuestra propia realidad interior, es allí en dónde nos damos cuenta que el cuerpo calla enmudecido durante años todos los pesares y angustias que nos dividieron en infelicidad y que preferimos diagnosticar como una falsa superación de la situación, o como un hondo silencio que lastimó nuestras entrañas, sin tener siquiera el respeto de esgrimir un grito agudo que nos diera aunque sea, la dimensión del esfuerzo desmedido con que nuestra alma quiso sostener lo insostenible.

¿Cómo culparnos de no ser demasiado fuertes?, ¿Cómo culparnos de no haber encontrado la forma?, ¿Cómo decirnos a nosotros mismos que nos rendimos, que no pudimos, que no sabíamos cómo salir de allí, que no conocíamos el modo de evitar el dolor?. Sentir injusticia porque llegó la enfermedad sería como pensar que no somos responsables de nuestra propia deshonestidad con nosotros mismos. Mejor sentir que es justo que sea nuestro cuerpo quien nos avise que aún ese dolor insostenible se encuentra dentro y que ya es hora que comience el proceso de evacuación desde sus raíces. Procesemos ese dolor en aceptación y estrechemos vínculos profundos con la enfermedad que maduramos; esa dolencia es nuestra aliada, llegó para anunciarnos que ese dolor del pasado ya no quiere permanecer adentro, que su vencimiento ya caducó, que ahora es visible para nosotros y que nuestra carne trémula y vulnerable debe padecerlo conscientemente para lograr procesarlo y entenderlo.

El dolor del pasado se hace presente en nuestra enfermedad y si no logramos entender el para qué no lograremos entender el por qué. Necesitamos que ese dolor nos duela en el cuerpo porque es precisamente a través del cuerpo, de nuestros sentidos, de nuestros movimientos y  actos que le dimos entrada y permanencia en nosotros.

Si entendemos nuestro dolor, nuestro pasado, nuestra historia; si aceptamos los fracasos, las decepciones, las rupturas, las muertes, las crisis, las transiciones, los cambios, en fin, si comprendemos nuestra vida y la sostenemos íntegramente desde lo más profundo y la sustentamos desde nuestra fortaleza y dignidad; si encontramos esos recursos que son los de la mera supervivencia, los instintivos, los más primitivos, pero al mismo tiempo los más humanos y reales, podremos erguirnos ante la adversidad y enfrentar nuestro propio padecimiento interno desde los umbrales de nuestra alma que es la antesala de nuestro cuerpo físico; maravillosa creación que es tan humilde y mansa desde sus orígenes que se entrega en sacrificio para que logremos purificar y compensar aquel dolor que mata por dentro y que si no se exterioriza a través de la enfermedad sólo contaminaría nuestro espíritu de las más horribles lamentaciones, pero que sin embargo se convierte en una defensa infranqueable para que a través de él el dolor no llegue a nuestra alma, sino que lo ataja antes, lo procesa y lo manifiesta hacia el exterior y no hacia el interior; allí la enfermedad encuentra su razón de ser.

Amemos nuestro cuerpo, comprendamos que la enfermedad es sólo un síntoma, que su raíz radica en un dolor no procesado y no traducido, y con entereza, con honestidad, con valor y mansedumbre tengamos un sincero diálogo con nosotros mismos para que ese padecimiento sea nuestro amigo, quien viene a ayudarnos a ver aquello que no quisimos o no pudimos ver. Que la enfermedad sea nuestro faro, que alumbre nuestra vida, esa ciega vida que no nos permitió ver cuánto nos dañamos.